George W. Campbell era ciego de nacimiento. «Cataratas congénitas», dijo el médico.
El padre de George miró al especialista sin poder creerlo. «¿No hay nada que pueda usted hacer? ¿No
sería útil operarle?»
«No -contestó el médico-. De momento, no se conoce ningún remedio para tratar esta afección.» George
Campbell no podía ver, pero el cariño y la fe de sus padres enriquecieron su vida. De pequeño no supo
que le faltaba algo.
Cuando George contaba seis años, ocurrió algo que él no pudo entender. Una tarde estaba jugando con
otro niño, quien, olvidando que George era ciego, le lanzó una pelota. « ¡Mira! ¡Te va a alcanzar!»
La pelota alcanzó a George... y nada en su vida fue igual después de aquello. George no sufrió daño,
pero se quedó muy perplejo. Más tarde le preguntó a la madre: «¿Cómo podía saber Bill lo que iba a
ocurrirme antes de que yo lo supiera?».
Su madre lanzó un suspiro porque había llegado el momento que ella tanto temía. Ahora era necesario
que le dijera a su hijo por primera vez: «Eres ciego». He aquí cómo lo hizo:
«Siéntate, George -dijo suavemente mientras se inclinaba y tomaba una de sus manos-. Es posible que
no sepa describírtelo y es posible que tú no puedas comprenderlo, pero deja que intente explicártelo de
esta manera.» Tomó con cariño una de sus manitas entre las suyas y empezó a contarle los dedos.
«Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Estos dedos son similares a lo que se conoce como los cinco sentidos -
tomó cada uno de los dedos entre su índice y su pulgar mientras seguía su explicación-. Este dedito es
para oír; este dedito es para tocar; este dedito es para oler; éste es para gustar -y aquí vaciló antes de
proseguir-; y este dedito es para ver. Cada uno de los cinco sentidos, al igual que cada uno de los cinco
dedos, envía mensajes a tu cerebro.»
Entonces dobló el dedito correspondiente a la «vista» y lo mantuvo apoyado contra la palma de la mano
de George.
«George, tú eres distinto a los demás niños -le explicó- porque sólo gozas del uso de cuatro sentidos,
como los cuatro dedos: uno para oír, dos para tocar, tres para oler y cuatro para gustar. Pero no tienes la
posibilidad de usar tu sentido de la vista. Ahora quiero mostrarte algo. Levántate», le dijo suavemente.
George se levantó. Su madre tomó la pelota. «Ahora extiende la mano como si fueras a tomarla», le dijo.
George extendió las manos y, al cabo de un momento, percibió que la dura pelota golpeaba sus dedos.
Los cerró con fuerza a su alrededor y la agarró.
«Muy bien, muy bien -dijo su madre-. No quiero que olvides jamás lo que acabas de hacer. Puedes
agarrar la pelota con cuatro dedos en lugar de cinco, George. También puedes afrontar la vida, superarte
y ser feliz con cuatro sentidos en lugar de cinco... si logras afianzarte y lo sigues intentando.»
La madre de George había utilizado una metáfora, y esta figura retórica tan sencilla es uno de los métodos
más rápidos y eficaces de comunicación de ideas entre las personas.
George jamás olvidó el símbolo de los «cuatro dedos en lugar de cinco». Fue para él el símbolo de la
esperanza. Y siempre que se desanimaba a causa de su carencia, utilizaba el símbolo como factor de
automotivación. Ello se convirtió para él en una forma de autosugestión. Repetía a menudo: «Cuatro
dedos en lugar de cinco». Y, en momentos de necesidad, la expresión surgía de su subconciente y
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afloraba a su conciencia. Descubrió, además, que su madre tenía razón. Pudo afrontar la vida y superarse
con el uso de los cuatro sentidos que tenía.
Sin embargo, la historia de George Campbell no acaba aquí.
En pleno curso de escuela secundaria inferior, el muchacho cayó enfermo y tuvo que ingresar en el hospital.
Durante su convalecencia, su padre le facilitó la información de que la ciencia había desarrollado un
tratamiento para las cataratas congénitas. Como es natural, cabía la posibilidad de un fracaso, pero... las
posibilidades de éxito superaban con mucho a las del fracaso.
George deseaba tanto poder ver, que estaba dispuesto a correr el riesgo.
En el transcurso de los seis meses siguientes, fue sometido a cuatro delicadas operaciones
quirúrgicas... dos en cada ojo. Se pasó varios días en una habitación de hospital medio a oscuras, con
vendas en los ojos.
Al final llegó el día en que iban a retirarle las vendas. Poco a poco y con cuidado el médico fue
desenrrollando la venda de gasa que rodeaba la cabeza y cubría los ojos de George. Había sólo una luz
borrosa. George Campbell estaba todavía técnicamente ciego!
Por un terrible momento, permaneció tendido, pensando. Y entonces oyó al médico moviéndose junto a la
cama. Le estaban colocando algo sobre los ojos. «¿Puedes ver ahora?», preguntó el médico.
George levantó ligeramente la cabeza de la almohada. La luz borrosa se convirtió en color y el color en una
forma, una figura.
« ¡George ! », dijo una voz. Reconoció la voz. Era la de su madre.
Por primera vez en sus dieciocho años de vida, George Campbell veía a su madre. Tenía los ojos cansados,
un rostro arrugado de sesenta y dos años y unas manos nudosas y deformadas. Pero para George era
extraordinariamente hermosa.
Para él... era un ángel. Los años de esfuerzo y paciencia, los años de enseñanza y esperanzas, los años de
ser «los ojos» a través de los que él veía, el amor y el afecto: eso fue lo que George vio.
Aún hoy sigue recordando con cariño su primera imagen visual: la contemplación de su madre. Y, como
usted verá, aquella primera experiencia le hizo valorar el sentido de la vista.
«Ninguno de nosotros puede comprender el milagro de la vista -dice-, a menos que haya tenido que
apañárselas sin ella.»
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